Vol.1 Núm, 2 | Revista Nueva Época | Julio-diciembre 2023  
Recepción: 30/10/23  
Aceptación:26/01/24  
JmlafYkꢀ[Yjlg_j¦Ú[Ykꢀaf\±_]fYk&ꢀꢀꢀꢀꢀꢀꢀꢀꢀꢀꢀꢀꢀꢀ  
La construcción del territorio entre los  
mixes de Oaxaca.  
https://doi.org/10.59307/rerne1.232  
Zolla-Márquez, E. Universidad Iberoamericana  
https://orcid.org/0000-0001-9919-3954  
Resumen  
El presente artículo da cuenta de los mecanismos de construcción  
del espacio y el territorio entre los pueblos mixes o ayuujk de la Sie-  
rra Mixe de Oaxaca. A partir de la noción de “rutinas cartográcas”  
de Raymond Craib, se analiza el contraste entre las formas de or-  
ganización estatal y las de los pueblos indígenas mexicanos. A esta  
re€exión general sigue una exploración de las características del  
territorio mixe y de las prácticas concretas que se utilizan para de-  
nirlo y organizarlo. El texto ilustra de manera etnográca cómo hay  
mecanismos de construcción territorial que dieren de las formas  
cartográcas hegemónicas las cuales están arraigadas en el ritual,  
el parentesco y las prácticas cotidianas de uso y habitación del te-  
rritorio.  
Palabras clave: rutinas cartográꢀcas, territorio, estudios indígenas,  
construcción territorial.  
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Julio-diciembre 2023| Revista Nueva Época |Vol.1 Núm, 2  
Indigenous cartographic routines.  
The construction of the territory among  
the Mixes of Oaxaca.  
Zolla-Márquez, E.  
Abstract  
This article explains the mechanisms of constructing space and te-  
rritory among the Mixe or Ayuujk peoples of the Sierra Mixe of Oa-  
xaca. Based on Raymond Craib’s notion of “cartographic routines,”  
the contrast between the forms of state organization and those of  
Mexican indigenous peoples is analyzed. This general re€ection is  
followed by an exploration of the characteristics of the Mixe terri-  
tory and the specic practices used to dene and organize it. The  
text illustrates in an ethnographic way how there are mechanisms  
of territorial construction that di“er from hegemonic cartographic  
forms, which are rooted in ritual, kinship and daily practices of use  
and habitation of the territory.  
Key words: cartographic routines, territory, indigenous studies, terri-  
torial construction.  
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4TěKNCSꢀECRěOIReĂECSꢀGSěCěCĚGS  
El Estado, como señalaba el historiador Raymond Craib en su estu-  
dio sobre la construcción de la geogra•ía nacional en el México del  
siglo XIX (Craib 2004), ha empleado una serie de “rutinas cartográ-  

cas” cuyo propósito es facilitar la implementación territorial de  
su dominio y volver legible el espacio para que, quienes detentan la  
hegemonía estatal, dispongan del territorio. Dichas rutinas inclu-  
yen la elaboración de mapas, censos y registros catastrales, además  
del establecimiento de linderos, límites, fronteras, jurisdicciones y,  
junto a estos, el otorgamiento de títulos de propiedad y otros recur-  
sos que permiten someter a las poblaciones humanas, a los recursos  
y comunidades ecológicas a un conjunto de categorías territoriales  
que permiten su clasicación, ordenamiento y explotación.  
Las rutinas cartográcas del Estado son tecnologías que no sólo  
permiten dar cuenta de una geogra•ía preexistente, sino que tam-  
bién abren la posibilidad de la reinvención del espacio mismo. Los  
mapas nacionales, por ejemplo, son un instrumento imprescindi-  
ble para la creación de la nación como espacio identitario; su ela-  
boración y publicación no sólo dan cuenta de un espacio contenido  
bajo un régimen político y jurídico especíco, sino que ,casi como  
un acto de magia, permiten denir nacionalidades, etnicidades,  
historias y modos de pertenencia a un territorio (Scott, 2009).  
La cartogra•ía y la agrimensura, por ejemplo, resultan elemen-  
tos fundamentales en los procesos de centralización del poder, pues  
abren la posibilidad de disponer de poblaciones, ejercer control po-  
lítico, distribuir y extraer recursos, así como denir los derechos y  
obligaciones de los sujetos bajo el control estatal. A través de sus ru-  
tinas cartográcas, el Estado establece mecanismos que permiten  
que ciertos espacios y territorios se vuelvan visibles, al tiempo que  
oculta, suprime y niega la existencia de otros órdenes territoriales.  
La construcción del orden cartográco estatal es, en denitiva,  
un acto de invención que, si bien es presentado como un proceso de  
objetivación cientíca, en realidad está imbuido de las subjetivida-  
des, intereses e imaginarios de quienes tienen el poder de imponer  
y legitimar un orden territorial determinado. Así, el orden espacial  
del Estado busca determinar qué formas de representación del te-  
rritorio son válidas y cuáles no, qué cartogra•ías gozan de legitimi-  
dad y valor y, nalmente, qué actores pueden utilizar, habitar y re-  
lacionarse con un espacio en particular (Mundy, 1996; Craib, 2004;  
Nuijten, 2003). En ese sentido, el orden espacial estatal está basado,  
como señala James C. Scott en la eliminación de escalas y formas de  
medición y representación locales y su reemplazo por mecanismos  
orientados a la simplicación y estandarización de modos de repre-  
sentación espacial y cartográca (Scott, 1998; Tilley, 1994)  
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En este sentido, las rutinas cartográcas estatales son fundamen-  
talmente excluyentes: su naturaleza misma supone que el Estado  
debe tener la primacía de la representación y denición territorial.  
En la lógica del Estado nación, la geogra•ía nacional adquiere pri-  
macía sobre otras que terminan por ser invisibilizadas, suprimidas  
y desprovistas de reconocimiento. Podríamos decir que antes de  
hacerse con el “monopolio de la violencia •ísica” (Weber, 2019, pág.  
4
3) el Estado moderno se atribuye, primero, el monopolio de la re-  
presentación territorial.  
La imaginación estatal y en particular aquella que emerge jun-  
to al desarrollo del Estado nación, tiende a fusionar el territorio  
con el mapa. La pretensión de todo Estado es lograr que los mapas  
que produce sean percibidos como equivalentes del territorio que  
describen. El mapa de un Estado nación puede ser visto como un  
símbolo o como una metáfora, pero su poder e in€uencia trasciende  
el plano simbólico y retórico en la medida en que crea una serie de  
condiciones para la transformación material del espacioy, al mismo  
tiempo, estimula una cultura geográca que incorpora a los mapas  
estatales como objetos dotados de agencia, capaces de interpelar a  
los sujetos y de producir efectos sobre la vida social (Gell, 2001).  
En este sentido, todo mapa y  
toda representación del territo-  
rio es una invención cultural. La  
En el caso del Estado  
moderno mexicano, las  
cartografías estatales  
se erigieron a partir  
de desplazar, ocultar  
o subsumir las lógicas  
territoriales y las prácticas  
geogra•ía cientíca que emergió  
en los siglos XVIII y XIX buscó la  
universalidad, la racionalidad,  
la objetividad y una forma de  
representación capaz de tras-  
cender subjetividades, alejada  
de toda forma de mitología e  
ideología. Sin embargo, lo cierto  
es que la cartogra•ía moderna,  
a través de una estrecha asocia-  
ción entre conocimiento y poder  
[
Yjlg_j¦Ú[Ykꢀ\]ꢀdgkꢀhm]Zdgkꢀ  
indígenas.  
(
Foucault, 2015), desarrolló un  
dispositivo que actúa más allá de  
su función estrictamente repre-  
sentacional y que afecta el conjunto de relaciones que se establecen  
entre el territorio y los sujetos que lo habitan.  
Durante el siglo XIX, la elaboración de cartas, mapas y  
atlas nacionales fue, sobre todo, un proyecto de los liberales  
que tras la derrota en la guerra con Estados Unidos en 1847  
(
Craib, 2004), buscaron desarrollar un instrumento cientí-  
co que sirviera para conocer, ordenar y defender los restos de  
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un territorio desmembrado, contar con símbolo para reforzar  
la identidad nacional que el liberalismo consideraba endeble  
y precaria y, no menos importante, sentar las bases para un  
proceso de mercantilización e individualización de la propie-  
dad agraria, impulsado por la Ley de Desamortización de 1856  
y por los deslindes de tierras que siguieron la promulgación  
de una legislación que buscaba reordenar la totalidad del es-  
pacio mexicano (Fowler, 2020).  
La estrecha asociación de leyes y cartogra•ías trajo consigo la  
imposición de un nuevo orden territorial que no sólo despojó de sus  
tierras a la mayoría de campesinos indígenas, sino que suprimió,  
minimizó e invisibilizó una antigua cultura cartográca que los  
pueblos indígenas utilizaron para defender sus territorios ante el  
Estado virreinal (Portillo Valdés, 2015).  
El amplio repertorio de planos, mapas, pinturas, lienzos y ge-  
nealogías que legitimaban la propiedad comunal indígena (Tanck  
de Estrada, 2005) fueron gradualmente sustituidos por un conjunto  
de prácticas de representación y construcción del espacio que, am-  
paradas en su prestigio cientíco y moderno, buscaron invalidar no  
sólo los mapas y títulos de propiedad indígenas, sino el conjunto  
de “rutinas cartográcas comunitarias” que los pueblos pusieron en  
práctica tras la conquista del siglo XVI y que sirvieron para encon-  
trar acomodo en el complejo entramado del Estado colonial.  
Durante el siglo XIX, el orden territorial de los pueblos indígenas  
coloniales fue erosionándose, a veces de manera paulatina y otras de  
forma violenta, presionados por los distintos mecanismos de despojo  
del Estado liberal. La gran desposesión de tierras indígenas del siglo  
XIX fue resultado de la violencia estatal y de un agresivo capitalismo  
agrario, pero también fue resultado de la supresión y deslegitimación  
de las formas indígenas de conocimiento, descripción e integración  
de la geogra•ía y los territorios comunales y étnicos.  
A nales del siglo XIX, este proceso de supresión parecía haber-  
se completado de manera dramática: el porriato creyó haber es-  
tablecido una forma denitiva de representar, controlar y explotar  
el territorio de la nación. Los intelectuales porrianos (y especial-  
mente sus geógrafos, cartógrafos y agrimensores) consideraron que  
el orden territorial moderno había logrado imponerse a los modos  
de organización del territorio con los que combatió a lo largo del si-  
glo XIX: al orden territorial eclesiástico colonial, al de las repúblicas  
centralistas y de los regímenes monárquicos, y, sobre todo, al de los  
territorios comunales que los pueblos indígenas había construido  
en los intersticios del Estado novohispano (Yannakakis, 2008).  
Esta convicción del liberalismo decimonónico, reforzada por la  
expansión de las haciendas y por la certeza positivista de que Mé-  
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xico terminaría por sustituir las formas anacrónicas y primitivas  
que regían lo que ahora era el territorio de una nación moderna,  
produjo lo que Raymond Craib denominó como “paisajes fugitivos”  
(
Craib, 2004, pág. 18) y que son, en denitiva, las invisibilizadas  
formas indígenas de entender, construir y vivir el territorio.  
Lo anterior hizo que los pueblos indígenas se vieran forzados a  
ocultar los instrumentos, recursos y prácticas con los que denían y  
defendían sus territorios. Los mapas, pinturas y lienzos en los que  
se representaban los límites de los pueblos, que demarcaban sus  
tierras, aguas, bosques y espacios sagrados fueron empujados a una  
existencia casi clandestina (°uiz Medrano, 2013). Si en la época colo-  
nial los títulos primordiales eran una herramienta de la vida pública  
a la que se recurría en juicios y se mostraba frente a las autoridades  
estatales (López Caballero, 2003), la vida republicana condenó a es-  
tos instrumentos a la oscuridad y los despojó de legitimidad.  
Las cartogra•ías indígenas, con su peculiar mezcla de elementos  
mesoamericanos y europeos, dejaron de ser las pruebas públicas de  
la propiedad y la posesión territorial, de los derechos colectivos y  
de la autonomía comunitaria y se transformaron en objetos celosa-  
mente guardados, preservados fuera del alcance de autoridades es-  
tatales, compañías deslindadoras, hacendados, capitales mineros y  
todos aquellos que tuvieran interés en apropiarse de sus territorios.  
A pesar de que el Estado liberal redujo el sistema de propiedad a  
un modelo público de tierras y bienes nacionales y otro privado sin  
cabida para otras modalidades de tenencia agraria (Pérez Castañeda,  
2
018), las formas indígenas de organización del territorio no desa-  
parecieron ni perdieron su importancia local, regional y étnica. Los  
mapas, títulos y otros materiales cartográcos fueron utilizados de  
manera esporádica en litigios y juicios o se emplearon en la creación  
de condueñazgos, copropiedades y otras formas con las que los pueblos  
trataron de enfrentar las leyes de desamortización y sostener la  
organización comunal en un contexto de mercantilización (Robledo,  
2000), Sin embargo, las rutinas cartográcas indígenas más impor-  
tantes y de mayor peso en la defensa y mantenimiento de territo-  
rios comunales fueron aquellas prácticas que el Estado ni siquiera  
identicaba como estrategias de construcción territorial y que, por  
lo tanto, no estaba en condiciones de proscribir o deslegitimar.  
4TěKNCSꢀECRěOIReĂECSꢀKNFpIGNCS  
Explorar las rutinas cartográcas indígenas implica dirigir nuestra  
atención hacia un conjunto de prácticas que, desde la óptica de las  
disciplinas sociales occidentales, pertenecen al ámbito del ritual, la  
mitología, el parentesco y la economía. A primera vista, estos ám-  
bitos no están directamente relacionados con la construcción del  
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territorio, la producción de mapas o las formas de representar el  
espacio geográco (Basso, 1996).  
Sin embargo, tanto el conjunto de relatos y narraciones mito-  
lógicas, como un largo repertorio de formas rituales son elementos  
imprescindibles para la identicación de territorios: tanto la narra-  
ción como la realización de ceremonias están ligados a operaciones  
cuyo propósito es establecer vínculos entre personas y paisajes (Ti-  
lley, 1994), lo cual se traduce en la producción de espacios familiares y  
comunitarios, en el establecimiento de límites entre pueblos, regiones  
y grupos étnicos (Neurath, 2000; Barabas, 2008, 2010; Li“man, 2005) .  
De la misma manera, las relaciones de parentesco desempe-  
ñan un papel fundamental en la construcción territorial (Carbajal,  
2
015). Las relaciones asociadas a las familias extensas, sirven como  
un vehículo principal con el que muchos pueblos indígenas mesoa-  
mericanos determinan la posesión, distribución y herencia de la  
tierra y, de manera más general, denen y dan vida a los territorios  
comunales. Mientras que la propiedad comunal de la tierra suele  
ser establecida y garantizada por la estructura política general de la  
comunidad (la que se expresa a través de los “sistemas de cargo”, del  
tequio o trabajo colectivo y otras formas de participación comuni-  
taria), los modos especícos de utilización del territorio se denen  
a nivel de las familias y de prácticas que las entrelazan con las es-  
tructuras comunales (Cervantes Trejo, 2021).  
Más que una dimensión dada o preestablecida, los territorios  
indígenas se hacen y se construyen en el curso de la vida cotidiana.  
Su constitución se ve afectada e in€uenciada por deniciones que el  
Estado impone a través de sus autoridades políticas, pero los terri-  
torios no existirían sin los acuerdos y consensos comunitarios que  
surgen en los espacios políticos comunales y en el seno de prácticas  
que no son evidentemente políticas.  
El establecimiento de territorios comunales está asociado a los  
recorridos y formas de ocupación cotidiana de un territorio espe-  
cíco, con las actividades mundanas que van dejando huellas en el  
paisaje, al mantenimiento de una memoria compartida (casi siem-  
pre a nivel familiar y comunitario, pero que puede extenderse a toda  
una región) y a una serie de mecanismos que entrelazan al paisaje, al  
accidente geográco y al entorno con narrativas, rituales y prácticas  
agrarias. En muchas tradiciones indígenas el territorio no es una di-  
mensión que pueda ser objetivada y abstraída en un mapa, sino que  
está constituida por relaciones (Tilley, 1994). Podría decirse, incluso,  
que el territorio es fundamentalmente una relación o, mejor dicho,  
un conjunto de relaciones (Brighenti, 2006; Ingold, 2011).  
El carácter relacional implica que el territorio es una entidad  
inestable a la que es necesario denir, defender y cuidar constan-  
temente. Mientras que la cultura territorial estatal utiliza sus ru-  
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tinas cartográcas para dar permanencia al territorio y volverlo  
un objeto inmutable y estático por acción del mapa y la autoridad  
institucionalizada, en las tradiciones indígenas la preservación del  
territorio es una tarea colectiva y constante que involucra a todos  
los miembros de la comunidad.  
El carácter relacional del territorio indígena queda de mani-  
esto cuando consideramos los mecanismos que los pueblos utili-  

zan para determinar la pertenencia de una persona a un territorio  
y a una comunidad especíca. La literatura antropológica provee  
numerosos ejemplos de que el nacimiento o la residencia de un in-  
dividuo en una comunidad determinada no son sucientes para ser  
considerado originario o ciudadano del pueblo (Magazine, 2015;  
Zolla, 2020). Por el contrario, la membresía se obtiene a través de  
participar en los cargos del gobierno local, conduciendo algún ri-  
tual o esta comunitaria y contribuyendo al trabajo comunitario.  
Esas tareas no son únicamente requisitos exigidos por la autoridad  
local, sino que implica que quien alcanza el estatus de comunero o  
ciudadano, ha adquirido un conocimiento detallado de la geogra•ía  
del pueblo, lo que permite reconocer los vínculos entre espacios y  
personas, así como de la memoria inscrita en el paisaje.  
Un ejemplo de lo anterior es la importancia otorgada por quie-  
nes detentan un cargo comunitario a los recorridos que se llevan  
a cabo por los linderos y límites de las comunidades. Los viajes en  
grupo a las mojoneras, puntos trinos y otros espacios limítrofes en-  
tre pueblos no sólo tienen un propósito práctico (limpiar canales,  
reparar cortafuegos o desbrozar caminos), sino que son tareas que  
sirven para reconocer y transmitir memorias comunitarias, iden-  
ticar espacios sagrados, transmitir conocimientos genealógicos e  
historias vinculadas a la ocupación del territorio.  
En muchos casos, estos recorridos tienen un importante conte-  
nido ritual: a veces comienzan con ceremonias de agradecimiento  
y petición en las iglesias de las cabeceras o en las sedes civiles del  
gobierno comunal, las cuales pueden incluir la colocación de ofren-  
das o depósitos rituales (Déhouve, 2016), el consumo de comida, el  
empleo de música o cantos, el uso de discursos, oraciones y otras  
formas retóricas y el despliegue de objetos sagrados, incluyendo e-  
gies de santos, cruces y otros objetos que denotan jerarquías dentro  
de las estructuras de gobierno local.  
Tras los rituales iniciales, los reconocimientos de linderos o  
apertura de colindancias continúan con el paso por espacios sagra-  
dos,pertenecientes a la tradición católica o a las expresiones de las  
tradiciones religiosas locales, la visita a manantiales u otros sitios  
que ligan a los pobladores con sus familias, linajes y autoridades e in-  
cluso con seres y entidades no humanas, a las que se reconoce como  
habitantes importantes del territorio (Good, 2019; Broda, 2020).  
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Cuando estos recorridos se pueden realizar de forma segura, sin  
riesgo de confrontaciones con pueblos vecinos o grupos con los  
que se sostienen disputas por tierras o recursos, se invita a las fa-  
milias de las autoridades y se busca especialmente que asistan los  
niños para aprendan a reconocer el territorio, se familiaricen con  
la historia del pueblo y con las tareas propias de la autoridad comu-  
nitaria. En estos recorridos se cierra con la erección de cruces o se  
dejan piedras, ramas, plumas o alimentos crudos que representan  
el territorio reconocido (Gruzinski, 1993). Aunque cada comunidad  
imprime características propias a los trayectos, es común que el  
reconocimiento de límites involucre la elaboración y consumo de  
comida que se comparte entre los asistentes y, recurriendo al sacri-  

cio de animales, con divinidades, potencias y seres que custodian  
cerros, mojoneras y otros puntos en los que se convergen las dimen-  
siones sagradas y profanas de la geogra•ía.  
Las rutinas cartográcas indígenas permiten la construcción  
del territorio utilizando una serie de mecanismos político-terri-  
toriales que guardan un cierto parentesco con prácticas que, a ve-  
ces han sido descritas como preestatales, pero a las que es mejor  
enmarcar en lo que Pierre Clastres denominaba como “sociedades  
contra el Estado” (Clastres, 2014). Estas son formas de sociabilidad  
resistentes a la adopción de formas de centralización e institucio-  
nalización de la vida política, en las que la autoridad carece de au-  
ténticas capacidades coercitivas y la vida económica, política y re-  
ligiosa no está regida por instituciones especializadas escindidas  
del resto del cuerpo social. Son rasgos propios de sociedades en las  
que la división social del trabajo y los procesos de producción están  
poco diferenciados, en donde predomina la división en segmentos  
relativamente igualitarios (Fortes y Evans-Pritchard, 2010; Scott,  
2
009), y en las que la denición de la comunidad política está ínti-  
mamente ligada al territorio. Se trata de una forma territorial que  
conjuga ritualidad, tradición oral, cosmología con formas de habi-  
tación y uso cotidiano del entorno (Ingold, 2011).  
La territorialidad mixe  
Para ilustrar lo anterior proponemos explorar, de manera sucinta,  
algunos aspectos de la geogra•ía, el paisaje y las prácticas territo-  
riales de los pueblos mixes o ayuujk que habitan la porción oriental  
Sierra Norte de Oaxaca y una parte de la Planicie del Golfo en el Ist-  
mo de Tehuantepec.  
A diferencia de otras zonas indígenas de México en las que la  
población habita espacios multiétnicos, se encuentra fragmentada  
o vive bajo la subordinación de ciudades mestizas, los territorios  
ayuujk mantienen una cierta unidad y continuidad geográca que  
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permite apreciar la existencia de las rutinas cartográcas indíge-  
nas. La región mixe destaca porque dentro de sus municipios no hay  
prácticamente otros grupos indígenas ni tampoco comunidades o  
ciudades mestizas, a excepción de algunas poblaciones de las tie-  
rras bajas del oriente (la zona Mixe Baja), donde se asientan comu-  
nidades chinantecas y mazatecas formadas por desplazados por la  
construcción de las presas Cerro de Oro y Temascal en la segunda  
mitad del siglo XX (Torres Cisneros, 2008; Nahmad, 1994).  
De los 24 municipios en los que se distribuye la población ayuu-  
jk, 19 tienen como cabecera a un municipio de mayoría mixe, mien-  
tras que el resto son comunidades zapotecas y chinantecas en las  
que hay una presencia minoritaria ayuujk. De esos 19 municipios,  
1
7 pertenecen al Distrito Mixe, mientras que dos de ellos (San Juan  
Juquila Mixes y San Juan Guichicovi) se localizan en los distritos de  
Yautepec y Juchitán.  
El territorio mixe es más bien uniforme en términos étnicos y  
está rodeado mayormente por otras comunidades zapotecas, ex-  
cepto al este, donde el cinturón de comunidades no mixes se cierra  
con los chinantecos y mazatecos antes mencionados y con algunas  
comunidades mestizas. La mayor parte de la tierra está bajo el régi-  
men de propiedad comunal, con algunos ejidos y pequeños núcleos  
de propiedad privada en la zona istmeña. En términos lingüísticos,  
la mayoría de la población habla algunas variantes del ayuujk y,  
pese a que cada vez es más notoria la presencia del bilingüismo y  
en algunos municipios hay una acelerada pérdida de hablantes del  
mixe, puede armarse que el español no es la lengua predominante  
en la región.  
Finalmente, hay que señalar que, con excepción de los muni-  
cipios de San Juan Guichicovi y San Juan Cotzocón, el resto de los  
municipios ayuujk están sujetos a la Ley de Derechos de los Pueblos  
y Comunidades Indígenas del Estado de Oaxaca y su vida política  
está gobernada por sistemas normativos internos, conocidos tam-  
bién como “usos y costumbres”. En el caso de Guichicovi, este muni-  
cipio se rige por partidos políticos, mientras que Cotzocón sostiene  
una añeja disputa entre la cabecera municipal (mixe), que optó por  
los “usos y costumbres” y las poblaciones indígenas no mixes, que se  
gobiernan a través del régimen de partidos políticos.  
A pesar de que existen variaciones en la composición de cada  
pueblo, es posible armar que en la región mixe no predomina la  
propiedad privada de la tierra y que, si bien existen presiones y  
mecanismos de intervención estatal, el área se caracteriza por una  
sólida autonomía política (Zolla, 2020). Si extendemos la mirada  
hacia los siglos XVIII y XIX, veremos que la religión católica, en  
tanto instrumento del Estado colonial, tampoco logró consolidar  
su hegemonía, pues los pueblos mixes mantuvieron el control de su  
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vida ritual y religiosa, incluyendo el dominio sobre los templos, la  
liturgia y el contenido doctrinario del catolicismo (Zolla, 2023).  
La región mixe puede verse como un entramado de comunida-  
des que se han mantenido al margen y en oposición al Estado mexi-  
cano, dando continuidad a una tradición de resistencia que tal vez  
comenzó durante el siglo XV, con las guerras contra la expansión  
zapoteca y continuó —recurriendo a rebeliones armadas y por me-  
dios no violentos— durante el dominio español (Münch Galindo,  
1
996; Chance, 1998; Yannakakis, 2008). Dicho antagonismo no im-  
plica la existencia de una frontera absoluta y estable entre el Estado  
y los pueblos mixes. Contrario a la visión de la antropología indi-  
genista (Nahmad, 1965; Kuroda, 1993; Laviada, 1978) la autonomía  
territorial mixe no ha sido el resultado del aislamiento ni del des-  
conocimiento de la vida estatal. Aunque la escarpada geogra•ía de  
la Sierra Mixe ha servido para mantener la resistencia frente a dis-  
tintos estados a lo largo de la historia, no debemos pensar el mundo  
mixe como una constelación de comunidades cerradas. Por el con-  
trario, la región mixe ha sido un espacio marcado por el constante  
movimiento de comunidades, derivados de una compleja trama de  
intercambios rituales, económicos, ecológicos y políticos que son la  
base de la identidad territorial.  
Hay que subrayar que dicha identidad territorial no es equipa-  
rable a la de Estado nación ni a una forma incipiente de éste. Aunque  
los cacicazgos regionales del siglo XX ensayaron formas del dominio  
general en la región (Laviada, 1978; Smith, 2009; Arrioja, 2009; Zolla,  
2
016), los mixes no han tenido una estructura institucional extendida  
entre todos los pueblos, sino un conjunto de prácticas similares que  
generan identicaciones y alianzas entre las comunidades.  
Más que un bloque unitario, el espacio étnico-político mixe  
debe entenderse como un tejido €exible y cambiante que, a través  
de prácticas intercomunitarias basadas en la reciprocidad, establece  
coaliciones de pueblos que mantienen sus particularidades y su au-  
tonomía sin tener que recurrir a la homogeneización lingüística, a la  
centralización política o a la uniformidad religiosa. Por el contrario,  
los mixes son celosos guardianes de las competencias comunitarias,  
que incluyen el uso del comunalecto (Valiñas, 2010), la asamblea del  
pueblo, el trabajo colectivo, el gobierno local y, sobre todo, el territo-  
rio comunal.  
Pese a que la identicación con la comunidad está muy arrai-  
gada y a que su cultura, organización y territorio son defendidos  
celosamente, los mixes dedican una gran parte de su vida social y  
política a mantener relaciones con otros pueblos. La diplomacia in-  
tercomunitaria es una preocupación importante, especialmente en  
relación a aquellas comunidades con las que se comparten límites o  
se compite por el acceso a recursos naturales o políticos.  
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Las disputas por tierras, aguas, bosques o por el acceso a lugares  
de importancia ritual como cuevas o cerros pueden extenderse du-  
rante generaciones y manifestarse con violencia, por lo que las au-  
toridades dedican especial cuidado a las relaciones con los vecinos.  
En algunos casos, especialmente en las regiones Alta y Media de la  
Sierra Mixe, los pueblos que llevan a cabo las aperturas de colin-  
dancias en las mismas fechas y parte de los rituales implican en-  
contrarse con los representantes de quienes son, potencialmente,  
aliados y enemigos (Zolla, 2023).  
Sin embargo, el mecanismo más utilizado e importante para  
establecer relaciones entre pueblos son las visitas recíprocas de  
bandas larmónicas. Estas agrupaciones de instrumentos de viento  
y percusión tienen un largo arraigo en la Sierra. Aunque muchos  
pueblos conservan en sus archivos piezas musicales religiosas y se-  
culares desde el siglo XVIII y los ensambles de músicos tradiciona-  
les (y prácticamente desaparecidos) constan de chirimías, tambores  
y, a veces, violines, la forma más extendida de la práctica musical  
son las bandas de viento que se popularizaron principios del siglo  
XX y se incorporaron como parte sustancial de la vida ritual. Prác-  
ticamente todos los pueblos tienen una banda municipal, cuyos  
responsables (llamados capillos) forman parte de la jerarquía local  
y tienen la obligación de mantener al maestro de música, proteger  
los instrumentos y resguardar las escoletas municipales en las que se  
enseña a tocar a los niños. Las bandas acompañan prácticamente  
todas las ceremonias importantes: cambios de autoridades, estas  
patronales, inauguraciones de cursos escolares y edicios comuna-  
les, peregrinaciones dentro del territorio del pueblo y otros rituales  
comunitarios (Lipp, 1991; Torres Cisneros, 2003; Zolla, 2023).  
Las bandas municipales también tienen la responsabilidad de  
asistir a las estas de pueblos tanto vecinos como lejanos. La visi-  
ta de una banda foránea a la celebración de otra comunidad puede  
considerarse como don o prestación (Mauss), pues aparece como  
un acto libre y desinteresado, pero, en realidad, implica obligacio-  
nes y el establecimiento de vínculos de reciprocidad entre pueblos.  
Quienes envían a sus músicos a las estas de otros, después deben  
recibir a las bandas de los pueblos visitados.  
Las bandas son una manifestación artística tanto como un vehícu-  
lo para la diplomacia, la resolución de con€ictos y el establecimiento de  
alianzas. A través de las visitas de bandas se puede apreciar el estado  
de las relaciones políticas entre comunidades y, por ello, su desem-  
peño está sujeto a un escrutinio constante por parte de los antrio-  
nes. Al mismo tiempo, la opinión de los músicos sobre el tratamien-  
to recibido durante las estas de otros pueblos es valorada e incluso  
temida. Los intercambios musicales permiten entender la geogra•ía  
política de la región, localizar con€ictos y entender los intereses que  
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privilegia cada comunidad en relación a sus vecinos y a otros pueblos.  
Así, una comunidad, privilegiará relaciones que garanticen el acce-  
so a caminos, mercados, a recursos como bosques o manantiales o la  
formación de coaliciones para enfrentar al Estado, a otros pueblos o  
a intereses que amenazan la autonomía e integridad territorial co-  
munitaria.  
Además de los rituales de colindancias comunitarias y a las  
visitas a las estas por parte de las bandas de música, debemos  
destacar el papel territorial de las prácticas agrícolas. Debido a su  
carácter montañoso, el cultivo de milpas —el medio fundamental  
de producción alimentaria de los mixes— debe llevarse a cabo en  
múltiples parcelas, distribuidas en distintas alturas. La escasez de  
grandes extensiones de tierra llana hace imposible que las familias  
puedan cubrir sus necesidades alimentarias con una sola milpa, lo  
que obliga a que se tengan que cultivar tres o más parcelas, además  
de los huertos de traspatio y de los recursos provenientes de la reco-  
lección como leña, frutas, hongos y hierbas medicinales. La cacería,  
prohibida o en desuso en muchos pueblos, tiene un papel marginal  
en la alimentación (Münch Galindo, 1996; Torres Cisneros, 2003;  
Zolla, 2020).  
Especialmente en las zonas altas y frías de la sierra, las milpas  
son poco productivas y el crecimiento del maíz es lento, por lo que  
sólo se puede obtener una cosecha al año. En contraste, las milpas  
ubicadas en los que se llama “tierra caliente” pueden dar dos y has-  
ta tres cosechas anuales, si es que tienen riego o lluvia abundante.  
Las características geográcas obligan a los pobladores a distribuir  
sus milpas en diferentes alturas, con el n de compensar los bajos  
volúmenes de maíz cosechado y, al mismo tiempo, aumentar las  
cantidades de frijol, calabaza y chile que se siembran junto al grano.  
La diversidad climática permite incrementar la variedad de es-  
pecies que se siembran en la milpa o en los alrededores: en las zonas  
frías, las milpas se intercalan con árboles frutales, mientras que en  
las más cálidas pueden acompañarse de café, caña de azúcar, man-  
gos y otros frutos de clima caliente. Estas milpas dispuestas en for-  
ma de escalera recuerdan a una versión a escala del “archipiélago  
vertical” que describió John Murra para el mundo andino (Murra,  
2
017), y constituye una forma de potenciar la diversidad vegetal y  
aprovechar los distintos ecosistemas que componen el medio am-  
biente serrano. Dichas estrategias han llevado a los mixes a desa-  
rrollar una gran cantidad de variedades de maíz, las cuales están  
adaptadas a las condiciones climáticas y edafológicas de los sitios  
en los que se localizan sus parcelas (Bernal Alcántara, 2014).  
Las variedades son resultado de la selección durante generacio-  
nes de semillas más ecientes, las cuales se consideran patrimonio  
familiar (Ramos García, 2014), casi siempre resguardadas por las  
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mujeres y, aunque no es una regla general, se heredan por vía ma-  
trilineal. La actividad agrícola establece una relación íntima entre  
tierras, familias y semillas constituye otra forma de identicación  
del territorio. La distribución y uso de las tierras no sólo es otorga-  
do a través del uso sostenido en el tiempo de una serie de parcelas  
familiares, sino que está asociado a la existencia de esas semillas  
especializadas. Quien reclama derechos sobre un grupo de milpas  
lo hace porque su familia tiene una semilla adaptada a los lugares  
cultivados, la cual es re€ejo de una añeja asociación con los campos  
de trabajo.  
Así, cada grupo familiar establece sus propias rutas a lo largo de  
la montaña. Se trata de recorridos inscritos en la historia de las per-  
sonas, provistos de una gran carga cosmológica, pues el maíz es vis-  
to como un ancestro, abuelo o asociado con la gura padre-madre.  
Las rutas que llevan a los mixes a través de sus milpas -las cuales se  
explotan en distintos momentos del año- son una forma de integrar  
las dimensiones familiares y comunitarias del territorio. Más aún,  
esos recorridos están cargados de signicado religioso, pues los co-  
muneros suelen identicar lugares sagrados, en los que conviven  
seres no humanos y entidades supernaturales. En estos puntos se  
suelen dejar ofrendas, cruces, lazos de colores y otras marcas que  
van delineando una geogra•ía sagrada, de carácter personal o fami-  
liar, la cual se traza a partir de las vivencias personales y de ritua-  
les domésticos (a veces asociados a ritos de paso, de curación o de  
petición de dones) en los que no intervienen los mecanismos de la  
religión institucionalizada (Lipp, 1991).  
Lo anterior debe servir para ilustrar no sólo la forma en que  
parentesco y agricultura se conjuntan para ir trazando formas del  
territorio, de la propiedad agraria y del paisaje sagrado, sino tam-  
bién para mostrar los hábitos que denen la ocupación y recorri-  
do territorial entre los mixes. Entre los ayuujk existe una marcada  
distinción política y jerárquica entre la cabecera municipal y las  
agencias y rancherías que forman la periferia de sus pueblos, lo  
que se traduce en que parte importante de la población se mueva  
constantemente entre las sedes de la autoridad civil y religiosa (que  
en la actualidad son ya núcleos semiurbanos) y los pequeños asen-  
tamientos rurales. Esa distribución dispersa hace que la autoridad  
política tenga una capacidad coercitiva limitada, pues quienes por  
alguna razón rechazan a la autoridad o entran en con€icto con ella  
pueden retraerse a la vida en las rancherías (las cuales están a horas  
de camino de las cabeceras) y llevar una vida semi-independiente,  
sin vincularse a la comunidad más amplia.  
Lo anterior signica que la conformación de la autoridad de-  
pende de la capacidad de atraer a los comuneros de las rancherías  
hacia el centro, donde se realizan las grandes estas y se da el tequio  
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o trabajo comunal. En este sentido, la formación del territorio es  
siempre un trabajo en proceso, pues la población debe ser atraída  
para que participe y forme parte de la comunidad mayor. En este  
sentido, los pueblos mixes no son entidades plenamente estables,  
sino que están siempre en €ujo, atravesados por tensiones centrífugas  
que dispersan la comunidad y otras centrípetas que cohesionan al  
grupo social y dan consistencia y solidez al territorio.  
Conclusiones  
Los ejemplos proporcionados en esta investigación otorgan indicios  
sucientes de que estamos ante una serie de rutinas cartográcas  
que dieren radicalmente de los mecanismos de construcción te-  
rritorial del Estado. Esa diferencia no debería ser vista como una  
excepción o como la expresión de un pueblo exótico y excepcional,  
sino que debería conducirnos a re€exionar sobre la necesidad de  
incorporar el pluralismo geográco como un elemento fundamental  
del análisis territorial. Un análisis pluralista del espacio, el territorio y  
la geogra•ía debe volvernos sensibles a la existencia de mecanismos  
de construcción del espacio no hegemónicos y a reforzar la convicción  
de que el análisis multiescalar es esencial para entender la dimen-  
sión cultural de la construcción territorial y apreciar que el territorio  
no se dene únicamente a través de grande poderes estatales, de  
fuerzas trasnacionales o de los grande capitales, sino que existen  
dimensiones afectivas, subjetivas y de pequeña escala que merecen  
ser investigadas  
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