
Revista de Estudios Regionales | Nueva Época | Enero- junio 2024
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grandes ramos como lo sugiere Margarita Valdés: “las éticas ambientales antro-
pocéntricas y las éticas ambientales no antropocéntricas” (Valdés, 2005, p.5).
Las primeras, aunque diversas y con graduaciones, son fáciles de reconocer,
ya que sus argumentaciones parten de priorizar las necesidades de los seres hu-
manos y promueven el cuidado del medio ambiente, apelando a que es impor-
tante para nuestra subsistencia. Son antropocentristas precisamente porque
ponen por encima de cualquier otra cosa a los intereses humanos y piensan que
lo que nos rodea son recursos o instrumentos que pueden ser empleados.
Las segundas, a las que pertenece el biocentrismo, buscan eliminar la priori-
zación de los intereses humanos y, en su lugar, consideran los intereses y el bien-
estar de otras entidades, “especies animales, de ecosistemas completos, de rocas
milenarias, de organismos vivos en general, debe también ser tenido en cuenta al
hacer una evaluación moral de nuestro comportamiento” (Valdés, 2005, p.5).
Aquí vemos como lo que propone Singer con respecto a nuestra relación
y trato con las piedras no se alinea con las posturas del biocentrismo, ya que,
para las éticas ambientales no antropocéntricas, ya sean radicales o modera-
das, el punto no está puesto en la sensibilidad de la piedra, sino en la impor-
tancia que tiene en el ecosistema.
Entre las propuestas de éticas ambientales no antropocéntricas también
hay diferentes enfoques, por ejemplo, la llamada ecología profunda propuesta
por Arnee Naess, donde se concede un valor, y, por tanto, una consideración, a
toda aquella manifestación de la naturaleza, participe de la vida o no.
Propone que los seres humanos deben de estar en armonía con ella,
al ser una más de sus expresiones y no habría ningún derecho de dañarla.
Consideran al mundo como una red de relaciones de la que todos y todo está
interrelacionados, por ejemplo, “Leopold amplía el concepto de comunidad
incluyendo en ella el agua, los suelos, las plantas, los animales, en síntesis, a la
tierra” (Martínez y Porcelli, 2018, p.397).
Por tanto, los seres humanos deben responsabilizarse de su cuidado, más
allá de si obtienen un benecio o no, porque, desde la igualdad que proponen,
todas las expresiones naturales tienen el derecho a existir y a seguir oreciendo.
Valdés considera que la ecología profunda es más radical que el biocentris-
mo, que lo nombra moderado, ya que los segundos “deenden el valor intrín-
seco de la comunidad biótica de la Tierra” (Valdés, 2005, p.6), mientras que los
primeros proponen una especie de holismo o panteísmo natural, planteamien-
to con el que rompe Taylor, ya que su propuesta no asume que dicha actitud sea
algo dado o natural, de la que se derive a priori un compromiso moral, sino que
lo piensa como un esfuerzo que es racional y parte de “nuestro conocimiento
de esas conexiones causales” (Taylor, 2005, p. 29) lo que nos llevan a buscar y
asumir dicha actitud ética del respeto a la naturaleza.
Si bien es cierto que el biocentrismo, como su nombre lo indica, empie-
za pensando en la vida, no por eso desdeña a las entidades, como los factores
bióticos, porque su concepto de comunidad es también en sentido amplio y
extendido. La comunidad no sólo se forma por los habitantes, también por todo
aquello que permite que exista.
Las relaciones ecológicas entre cualquier comunidad de cosas vivientes y
su medio ambiente forman un todo orgánico de partes funcionalmente
interdependientes. Cada ecosistema es un pequeño universo en sí mismo,